23-OCT-2013 Como el ceibo y el ombú, la Argentina tiene desde ayer otro emblema en el mundo, el “boludo”. Debieron pasar muchos años para que la Real Academia le concediera a tal vocablo, y a instancias del ganador del premio Cervantes Juan Gelman, tamaño honor. Ocurrió en Panamá, en el VI Congreso Internacional de la Lengua Española, donde notables personalidades literarias de Hispanoamérica se reunieron para conformar un “Atlas sonoro”, homenaje a la diversidad del español, que reuniera las palabras más definitorias, o “identitarias” como se dice ahora, de cada uno de sus países.
Las reacciones, como se observó en las redes sociales, oscilaron entre la indignación y el aplauso. ¿Por qué una única persona, que además hace años no convive con el habla de los argentinos, determina cuál debe ser esa palabra representativa? Otros cuestionaban el carácter urbano y poco federal del “boludo”, proponiendo en cambio la más extendida interjección “che”, convertida además en todo el mundo en símbolo político.
En todo caso, la mera praxis lingüística puede indicar que, en el doble vocativo “che, boludo”, el primero de los términos puede faltar, pero nunca el segundo. También el habla demuestra su valor de cambio, ya que es capaz de reemplazar en la conversación coloquial -sobre todo entre adolescentes y con su forma apocopada “bolú- cualquier nombre de pila. Es la muletilla de bandera.
En el diccionario de la RAE la palabra ya tenía entrada, aunque con su única ocurrencia de adjetivo (es decir, los académicos españoles aceptaban hasta ayer la existencia de un “gilipollas” pero no de un “boludo” sustantivado, ni con sus múltiples subadjetivaciones “a cuadros”, “a rayas”, etc.). Del mismo modo, la RAE restringía su significado al de “persona que tiene pocas luces o que obra como tal”, cuando su asombrosa riqueza semántica es directamente proporcional al empobrecimiento del vocabulario corriente. Como un vampiro del idioma, el “boludo” rioplatense se adueñó de incontables expresiones para definir al tonto, al otario, al pastenaca, al gilún, etc., y, contrario sensu, también aglutinó palabras que indiquen camaradería, amistad, afecto. Y hasta amor: ¿quién no oyó aquello de “Dame un beso, boludo(a)”?
A diferencia de otras expresiones despectivas, sobrevivió incólume a las temperaturas sociales de distintas épocas. Hoy hay vocablos que, por ofensivos, no podrían emplearse más, pero el “boludo” es capaz de atravesar cualquier barrera. Ni a María José Lubertino se le ocurriría proponer su reemplazo, al estilo de la RAE, por “persona de lucidez diferente”, o “mentecato originario”. Y, pese a su alusión directa a los testículos (vínculo que ni la Academia Porteña del Lunfardo pudo alguna vez fundamentar con seriedad), también excede la diferencia de géneros. Damiro Sáenz ya le había dado tal categoría hermafrodita en su obra “Las boludas”, y hoy no es raro ver escrito su plural como “boludxs”.
Cosas de la época, el tango nunca se le atrevió, y sólo fue Nacha Guevara, en su canción de los años del Di Tella, quien le otorgó ese primer pasaporte a la inmortalidad rubricado ayer por la Academia: “Yo, que oscilo entre las dos edades/ a todos les canto las verdades/ El tiempo no tiene nada que ver/Cuando se es boludo/ se es boludo”.
Otros países eligieron palabras más extendidas. Panamá se quedó con “sinvergüenza”, Uruguay con “celeste” (rara y hasta ñoña influencia del fútbol), México con el más regional “pinche”, y Chile, que quiso evitar el “huevón”, prefirió a instancias de Antonio Skármeta el excéntrico “patiperro”. La opción de Honduras, donde también se emplea el voseo, fue por “pija”, exactamente en el mismo sentido que tiene en el Río de la Plata, aunque lo sorprendente es que allí también es verbo.
/ fuente: ambito.com.ar