05-MAR-2014 Un año ha transcurrido desde aquel simple buona será que conmovió al mundo. El lapso de doce meses tan intensos no alcanza para contener la gran masa de novedades y signos profundos de la innovación pastoral de Francisco. Nos encontramos en un pequeño salón en Santa Marta. La única ventana da a un patio que abre un minúsculo ángulo de cielo azul. El Papa aparece de improviso por una puerta, con la cara distendida y sonriente. Se divierte con los varios grabadores que la ansiedad senil del periodista colocó sobre la mesa. “¿Funcionan todos? ¿Sí? Menos mal.” ¿El balance de este año? No, los balances no le gustan. “Yo sólo hago balance cada 15 días, con mi confesor.”
Santo Padre, usted cada tanto llama por teléfono a los que le piden ayuda. ¿Y algunas veces no le creen que sea usted?
Sí, ya me ha pasado. Cuando uno llama es porque tiene ganas de hablar, una pregunta que hacer, un consejo que pedir. Cuando era cura en Buenos Aires, era más fácil. Y a mí me quedó esa costumbre. Es un servicio. Me sale así. Pero es cierto que ahora no es tan fácil hacerlo, dada la cantidad de gente que me escribe.
¿Hay alguno de esos contactos que recuerde con particular afecto?
Una señora viuda de 80 años que había perdido a su hijo. Me escribió. Y ahora le pego una llamadita una vez por mes. Ella está feliz, y yo hago de cura. Me gusta.
Respecto de su relación con su predecesor, Benedicto XVI, ¿alguna vez le pidió un consejo?
Sí, el Papa emérito no es una estatua de museo. Es una institución, a la que no estábamos acostumbrados. Sesenta o setenta años atrás, la figura del obispo emérito no existía. Eso vino después del Concilio Vaticano II, y actualmente es una institución. Lo mismo tiene que pasar con el Papa emérito. Benedicto es el primero y tal vez haya otros. No lo sabemos. Él es discreto, humilde, no quiere molestar. Lo hablamos y juntos llegamos a la conclusión de que era mejor que viera gente, que saliera y participara de la vida de la Iglesia. Una vez vino hasta acá en ocasión de la bendición de la estatua de San Miguel Arcángel, después a un almuerzo en Santa Marta, y después de Navidad le devolví la invitación a participar del consistorio, y él aceptó. Su sabiduría es un don de Dios. Algunos hubiesen querido que se retirara a una abadía benedictina muy lejos del Vaticano. Y yo pensé en los abuelos, que con su sabiduría y sus consejos le dan fuerza a la familia y no merecen terminar en una casa de retiro.
A nosotros nos parece que su modo de gobernar la Iglesia es así: usted escucha a todos y después decide solo. Un poco como el padre general de los jesuitas. ¿El Papa es un hombre solo?
Sí y no, pero entiendo lo que me quiere decir. El Papa no está solo en su trabajo porque es acompañado por el consejo de muchos. Y sería un hombre solo si decidiese sin escuchar a nadie o fingiendo que escucha. Pero hay un momento, cuando se trata de decidir, de poner la firma, en el cual queda solo con su sentido de la responsabilidad.
Usted ha innovado, ha criticado algunas actitudes del clero, ha revolucionado la curia. Con algunas resistencias y algunas oposiciones. ¿La Iglesia ya cambió como usted quería hace un año?
Yo en marzo pasado no tenía ningún proyecto para cambiar la Iglesia. No me esperaba, por decirlo de alguna manera, esta transferencia de diócesis. Empecé a gobernar buscando poner en práctica todo lo que había surgido en el debate entre los cardenales de las diversas congregaciones. Y en mis acciones espero contar con la inspiración del Señor. Le doy un ejemplo. Se había hablado de la situación espiritual de las personas que trabajan en la curia, y entonces empezaron a hacer retiros espirituales. Había que darles más importancia a los ejercicios espirituales anuales: todos tienen derecho a pasar cinco días de silencio y meditación, mientras que antes en la curia se escuchaban tres rezos al día y después algunos seguían trabajando.
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